domingo, 30 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO (y IV)


   



    —¡Pero qué estás diciendo, Presen! Tú estás desvariando. ¿¡Quién se ha llevado a quien en su cama!? ¡¿Lo quieres aclarar, mujer?! –le urgía el tal José.

   —¡El cura el cura que lo he visto yo! –insistía la limpiadora de forma atropellada- “¡que lo he visto yo, que lo he visto yo!” –seguía repitiendo  ya  más débilmente, apenas sin fuerzas-  ha subido las escaleras,  que he visto yo su rastro, lo he visto, que estaban mojadas y ha sido ella que iba empapada por la lluvia, he visto sus pasos los pasos de ella, ¡ay, Señor! ¿Por qué me pasan a mí estas cosas Dios mío, por qué? Debería haberme ido de Benojar, ¡este es el pueblo de la mala sombra! –se quejaba amargamente con las manos en la cabeza y balanceándose  adelante y atrás.   
   El tal José, no muy convencido de que Presen no desvariara, le dijo que no entendía ni jota de lo que estaba diciendo, así que le pidió que se incorporara y lo acompañara a la casa del cura  a ver qué pasaba.
   —¡Ni pensarlo! –respondió espantada- ¡yo no voy a esa casa ni por to el oro del mundo, allí está ella, la he visto en la cara del cura!
   —¿Vosotros entendéis algo de lo que dice? Yo es que no entiendo nada, lo que está claro es que algo ha visto –aventuró  el solícito vecino a los demás.
   —¡Vete tú a saber lo que quiere decir, con Presen nunca se sabe! –arriesgó uno de ellos-, lo que está claro es que algo le ha pasado al cura, y no precisamente bueno.     --Pues entonces hay que avisar a la Guardia Civil –propuso José ante la aprobación de todos los presentes.
   En esto  apareció por allí Jesús Clavero, el policía municipal del pueblo.
   —¿Qué significa este alboroto? –inquirió con gesto ceñudo sacudiéndose la gorra-. ¡Tempranico hemos empezado con las tonterías y las borracheras! ¡Pues menudo día habéis ido a escoger! ¿Acaso creéis que ya es Navidad o qué?
   El grupo se volvió al oír hablar de tal modo al agente local. Más de uno pensó para sí “pues sí que viene este bueno”.
   --De tonterías nada, y de borracheras mucho menos, ¡ojala fuera eso!, lo que pasa es que puede que le haya pasado algo grave al cura, por lo que hemos podido entender  –le informó José. 
   Clavero lo miró como quien mira a su peor enemigo.
   —¿Pero tú que te crees, que estoy yo para chirigotas esta mañana? –le recriminó el municipal-. Cómo se te ocurra gastarme una broma más de ese calibre te doy una con el virgotoro que no te va a reconocer ni tu padre, ¿te enteras?
  —¡Pero si no lo digo yo, joer! –se quejó José- lo está diciendo Presentación, que está para que le dé un síncope, no deja de  decir que ha venido “ella” y se ha llevado al cura ¿Es que no la ves?
   Clavero se abrió paso y reparó en Presentación, rodeada por el grupo que se había aglomerado en torno a ella y, con gesto de desconfianza y cara de póker, le preguntó:
   -Vamos a ver si nos aclaramos, Presen, ¿qué tontería es esa de que se han llevado al cura? ¿Me lo puedes decir?
   —¡No es ninguna tontería, leñe!  ¡Lo he visto yo con estos ojos! No hay derecho a que le den a una estos sustos. ¿Cómo voy yo a vivir ahora, Dios mío?  ¡Ay que disgusto le voy a dar a mi madre! –seguía quejándose y lamentándose amargamente.
  —Pero, ¿qué es lo has visto, Presen, cagoendiez? –quiso asegurarse el agente-. ¡Mira que no  está el horno pa’ bollos! Que como  sea una de tus historias te la ganas.
   —¡Ni bollos ni leches, Jesús! –replicó Presen con la poca fuerza que aún le quedaba- ¡que lo acabo de ver! El cura está en su cama con los ojos abiertos, y ha sido ella que ha entrado dejando un rastro de agua en su dormitorio y se lo ha llevado ¡se lo ha llevado! ¡Ay,  Dios mío!  ¡Está tieso, Jesús, tieso! ¡Ay Señor qué desgracia más grande para el pueblo! ¿Qué voy hacer yo, Señor, qué va a ser de mí?
   —Me cago en la pena negra. Acompáñame José –requirió ahora el municipal- vamos a la casa del cura a cerciorarnos de lo que ha pasado porque Presen está desbarrando. Y vosotras –se dirigió a las mujeres- quedaros aquí acompañándola,   tranquilizarla y que no se vaya, a ver si le sacáis algo en claro. Como sea uno de sus embustes  se va a acordar. 
    Ambos se dirigieron corriendo a la casa parroquial tratando de resguardarse de la lluvia  bajo los aleros de los tejados, y todos los demás vecinos que habían acudido a los gritos de  Presentación, detrás. Ésta se quedó acompañada de varias mujeres   que pugnaban por calmarla. “Anda, Presen, cálmate y explícanos qué es lo que ha pasado”. Y Presen, ya más sosegada, entre lágrimas y sollozos, reconfortada por su compañía, comenzó a explicarles que se había levantado esa mañana antes de lo habitual, --“como si me barruntara yo algo fijaos qué cosas, y mientras hacía el café no dejaba yo de preguntarme por qué me habré despertado hoy antes de hora, y se lo he comentado a mi madre, la pobre…”-
   Cuando llegaron a la puerta de la casa parroquial el uniformado se detuvo.
   —Ponte en la puerta y que no entre ni salga ni un dios –le dijo a José.
   El policía penetró en la casa, comprobó el rastro de agua al que aludía Presentación, subió las escaleras y se dirigió al dormitorio del sacerdote.  Antes de entrar se quito la gorra y se acercó al lecho. Los cabellos como escarpias cuando comprobó que, efectivamente, “ella” había visitado al cura tal y como repetía y repetía de forma cansina Presen. Le tomó el pulso en la yugular para asegurarse y se estremeció al comprobar la frialdad del yacente y su rigidez. El corazón del servidor municipal comenzó a latir con fuerza inusitada, como cuando disparó por primera vez con su pistola del 7.65 a un jabalí  que se había colado en el corral de su vecino en busca de comida:  le descargó todo el cargador sin darle ni un solo tiro. El jabalí, tras recorrer todo el perímetro del corral dando gruñidos y destrozando todo lo que encontraba a su paso se escapó, claro.
   Trató de cerrarle los ojos al sacerdote, pero no pudo. Se fijó en si había señales de violencia en su cuerpo y no observó ninguna, solo comprobó que su cabello estaba húmedo, también la almohada, hecho que le extrañó. Miró a su alrededor. Reparó en que el suelo estaba mojado. Rebuscó por toda la habitación. Había una almohada en el suelo, y sobre una silla,  tirada sobre ella en un revoltijo, se encontraba la sotana, un pantalón,  y una camisa, completamente empapadas de agua, y a su lado, pero en el suelo, una toalla también húmeda. Tomó nota de todo ello, cubrió de nuevo el cadáver y se dirigió a la salida.
   Salió de la casa  amarillo como la cera y antes de que se recuperara de la impresión sufrida, una de las mujeres que se habían quedado acompañando a Presen llegó corriendo, tremendamente excitada, chorreando agua,  como para que le diera algo, y entrecortadamente le dijo al municipal llorando: --“Jesús, ven corriendo, que a Presentación le ha dado un infarto y no responde, pa’mi  que se ha muerto”. 
   —¡La madre que me parió! –despotricó el agente local- Vete ahora mismo al cuartel de la Guardia Civil –le dijo a José- y que venga una pareja al instante, el cura también está muerto, Presen, en su desvarío, decía la verdad. Y tú –le dijo a la mujer- vete a avisar al médico y al practicante, que atienda a Presen el primero que llegue, yo me tengo que quedar  aquí custodiando  el lugar del delito, me voy a cagar en los huevos de avestruz y en la salsa de tomate,  que  hoy no es mi día…, ¡si es que me tenía que haber quedado en la cama! Cagoentó…  
   José salió corriendo hacia el cuartel sin reparar en la lluvia, más bien sin enterarse de que estaba lloviendo, y la mujer hizo exactamente igual en dirección contraria.  Los vecinos que esperaban en la puerta se santiguaron, los que llevaban gorra o boina se la quitaron en señal de duelo. Todos estaban guarecidos bajo el balcón de la casa situado justo encima de la puerta de entrada sin saber qué decir, en absoluto silencio, sumidos en sus meditaciones, sin dejar de pensar en lo extraña que es la vida. Por una parte,  para una vez que Presen dice la verdad va y se muere, y por otra el cura,  siempre recordándoles que se confesaran, que la muerte llega cuando menos se la espera, y le llegó a él que no se lo recordaba nadie. Y seguro que lo había pillado sin confesarse. ¡Hay que joderse!


NOTA.- Fin del I Capítulo. De momento no voy a seguir publicando  más capítulos de mi novela. Si os ha interesado podéis descargarla en Amazón. Gracias. 














viernes, 14 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO (III)






Fue la propia dueña de la casa en la que servía  la que llamó a la tía Milagros  para que fuera a por ella, pues la depresión que le sobrevino bien podría calificarse de monumental. Su madre, que en lo tocante a cuidar de su hija no reparaba en mientes,  emprendió viaje de inmediato rogando a Dios y a la Virgen que no le pasara nada irreparable a su querida aunque atolondrada hija. 

   Se la trajo al pueblo en el tren correo sin más trámites, en un pesado y largo viaje de ida y vuelta. Solo le dirigió un reproche cuando estuvo ante ella: --¡Ay, hija, me vas a quitar la vida!- Una forma peculiar que ella empleaba para  darle ánimos, pues la vida de su madre estaba por encima de todos sus problemas.

   Acordaron que estaría en el pueblo hasta que se recuperara de su revés amoroso y sus lamentables consecuencias, así lo prometió su madre a la dueña de la casa a ruegos de ésta. La recuperación llevó su tiempo, pero los aires puros del pueblo, su tranquilidad, los cuidados de su progenitora, los ratos de conversación vespertina con las vecinas, y sobre todo, su temor a la innombrable,  la curaron. Y cuando por fin sanó y la sonrisa volvió a su rostro tras un largo año de agonías, dijo que nones, que no se iba, se negó en redondo a rodar una segunda parte de su odisea capitalina, tal vez por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas.

   Su antigua señora le escribió varias veces encareciéndole su retorno con la promesa de aumentarle el sueldo,  pero se cerró en banda y no hubo forma, no quería saber nada de la capital ni de todo aquello que oliera a urbe. Su madre hubo de resignarse a tenerla en casa, pues total, estuviera donde estuviera los disgustos estaban garantizados,  prefería tenerla cerca pues al menos tendría una oportunidad de evitarle y evitarse alguno.   De esta guisa acabó su periplo migratorio y retomó su peripecia rural:  una vida sosegada y sin sobresaltos, una madre siempre pendiente de ella para que no hablara más de la cuenta, una  “Princesa” como vigía de sus sueños, unas  limpiezas caseras para mantenerla en forma y sus chismorreos cotidianos poniendo sal a su vida.

    Desde entonces no miró nunca más a un hombre ni consintió que ninguno se acercara a ella. --Una y no más, Santo Tomás-, repetía una y otra vez cuando le preguntaban si tenía novio.  Terca como una mula cuando se le metía una idea en la cabeza.
   La mañana que trastornaría definitivamente su vida amaneció inclemente, una mañana de perros lluviosa y fría, con la Navidad en el horizonte, dos días después de Santa Lucía. Como todas las mañana se levantó cuando en el reloj de la iglesia sonaban las siete. Como siempre preparó un puchero de café, hirvió leche, tostó pan y preparó el desayuno para su madre y ella. A su término se aseó y ayudó a su madre a hacerlo, se vistió, se perfumó y, ya dispuesta, se despidió de su progenitora, la cual siempre aprovechaba la ocasión para encarecerle algún consejo. El de esa mañana fue  “ten cuidiao y abrígate,  que está lloviendo muncho y no vayas a resfriarte”.  Cogió un paraguas y salió a la calle. El viento húmedo y gélido de la sierra azotó su cara, la lluvia repiqueteó sobre el paraguas y sus pisadas sobre el asfalto, torpes y pesadas, salpicaron  de agua sus zapatos y sus medias. Nunca usaba pantalones, ni siquiera como pijama. Bordeó la plaza Mayor, melancólica y desierta, mientras sonaban cadenciosas, en el reloj de la iglesia, las nueve de la mañana.   
    Entre las casas que formaban parte de su quehacer se encontraba “la Casa del Cura”, así llamaba ella, y en realidad todo el pueblo, a la casa parroquial, un caserón decimonónico situado en el centro de la calle principal de Benojar del Duque. 

   Con el rictus del reproche en su rostro por el frío, aterida y mojada pese al paraguas y al abrigo, llegó a la casa parroquial. La puerta de la calle estaba cerrada, cosa que le extrañó, lo normal es que ya estuviera abierta,  pues a esas horas don Propósito ya estaba levantado y lo primero que hacía era abrir la puerta de la calle antes de meterse en su despacho. Se dijo que  tal vez fuera por la lluvia, incluso a veces,   para ir a ver al Obispo o atender alguna urgencia,  aunque en un día como aquel… Sumida en sus propias cavilaciones abrió con su propia llave y entró en la casa.

   --Padre, ¿está usted ahí? –demandó. Nadie respondió a su requerimiento.
   Convencida de que el cura había salido se dirigió al cuarto de la limpieza, se quitó el abrigo, se puso una bata, cogió la escoba, el recogedor  y un cubo y se puso a limpiar la planta baja de la casa, la que más se ensuciaba por las visitas. Fue entonces cuando reparó en que en el vestíbulo de la entrada había manchas de agua. Intrigada miró a su alrededor y comprobó que las escaleras que conectaban con las estancias superiores también estaban mojadas. “¡Qué raro! –pensó- ¿habrá salido esta noche y se ha quedado dormido?” Sin tenerlas todas consigo subió a la primera planta de la casa. Había un reguero de agua por todo el suelo hasta su dormitorio. “Seguro que ha tenido que salir a medianoche y el pobre se ha quedado frito”, pensó. Abrió los postigos de las ventanas del salón de la casa haciendo ruido ex profeso por ver si así  despertaba; al no obtener respuesta entró en la alcoba. No se había equivocado, don Propósito aún dormía en su cama tapado hasta la cabeza. No supo qué hacer, si despertarlo o dejarlo dormir. De todas formas le extrañó, nunca le había ocurrido tal cosa.  Se acercó a la cama y lo llamó.
   --Padre, que son las nueve y media, se le han pegado las sábanas, levántese.
   Pero el padre no respondió, ni se movió, ni dio señales de vida.

   --“Pues sí que se lo ha tomado en serio –pensó para sí-. ¿Y si le ha pasado algo?”
   Alarmada ante tal posibilidad se acercó hasta el borde de la cama con mucha prevención y le tocó con un leve zarandeo. Al comprobar que no se movía le destapó la cabeza.
   -Padre, padre, que es muy tarde, arriba que tengo que… ¡¡SANTO DIOS!!
    Se apartó de la cama horrorizada, como si hubiera visto al mismísimo Demonio  y salió del cuarto haciéndose cruces sin dejar de repetir --“¡Ay Dios mío, ay Dios mío…!”- precipitándose escaleras abajo gritando desaforadamente y temblando toda ella como una fuente de gelatina. Fue un verdadero milagro que no cayera rodando por ellas. Salió a la calle  sin dejar de gritar como una posesa: --“¡ay Dios míííííío que ha venido  que ha venido y se ha llevado al cura se lo ha llevado se lo ha llevado!”-  ¡Hay Señor qué desgracia más grande qué va a ser de míííí!”- sin cesar de santiguarse, con el signo del espanto en su rostro, con la imagen  del preste en su retina, ojos abiertos y  mirada de terror.

   Sin dejar de proferir lamentos,  agitando los brazos y llevándose las manos a la cabeza, encaminó sus pasos hacia la plaza. Ni un alma en la calle. La lluvia la empapó al instante pero ella ni  lo advirtió. --“¡no quiero, no quiero irme!”-, pregonaba sin cesar de correr como si la dama de negro la  persiguiera. Iba ciega, sin ver nada, con la mirada extraviada, dando bandazos y traspiés sin dejar de llorar y repitiendo --“¡ha venido, ha venido a por mí, no quiero, no quiero!”-.

   Alguien, desde una ventana, preguntó gritando: --“¿Qué pasa, Presen, quién dices que ha venido?-, y ella --“¡que ha venido, que está aquí, que ha venido a por mí!”-, sin dejar de correr sin rumbo fijo. Alguien se acercó a ella en su desvarío. --“¿¡Pero qué es lo que dices, Presen!? Cálmate, mujer ¿qué es lo que te pasa?” --“¡Que ha llegado ya, ha llegado!”- No cesaba de repetir ella sin prestar atención al vecino que trataba de calmarla. --“¡¿Te quieres tranquilizar, Presen?! ¿Qué es lo que ha llegado?”
   Mientras el vecino trataba de serenarla y averiguar qué le pasaba poco a poco fueron acercándose más vecinos y vecinas atraídos por sus gritos desaforados, preguntándose a qué venía que Presen gritara de aquella manera tan espantosa, no parecía sino que fuera a acabarse el mundo  con la que estaba cayendo. 

   Consiguieron guarecerse bajo los soportales del Ayuntamiento empapados vivos y sentaron a Presen en uno de los bancos, pero esta no dejaba de gritar --“¡ha venido a por mí, ha venido y se ha llevado al cura, se lo ha llevado, que yo lo he visto, he visto su rastro por toda la casa, hay señor que desgracia más grande, y ahora vendrá a por mí!”-, sin dejar de llorar y suspirar. Hasta que un vecino, por nombre José, que  no soportaba más la incertidumbre de la cantinela de Presentación,  la cogió por los hombros, la zarandeó con fuerza hasta atraer su atención y le gritó: --“¿¡nos quieres decir qué coños estás diciendo, Presen!? ¿No será una de las tuyas?”

   Presentación miró a quien la zarandeaba de aquella manera y enmudeció, como si fuera la primera vez que lo veía. --“¿Qué es eso que ha venido? ¿Te quieres explicar, leches?”-  Preguntó de nuevo el hombre con apremio.  --“¡Se lo ha llevado José se lo ha llevado,  ha entrado a su dormitorio y se lo ha llevado, yo lo he visto,  en su cama,  está aquí, ay señor que desgracia y me ha tocado a mí verla, por qué a mí señor, viene a por mí, viene a por mí!” –seguía lamentándose la hija de la tía Milagros sin dejar de llorar, temblando como un flan. ((Continuará)

viernes, 7 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO (II)








CAPÍTULO I

    Presentación Jiménez Jiménez, conocida popularmente en Benojar del Duque como Presen, ejercía su labor doméstica a sueldo desde que a los catorce años terminara su educación primaria.

   A la sazón era una mujer alta y corpulenta, bien parecida, con porte de gran señora, aunque lenta y torpe.  Gozaba de buena salud, aunque debía cuidar su tensión. Instalada en sus cincuenta años de vida, dedicaba cuerpo y alma  a su trabajo y al cuidado de su madre, la tía Milagros, con quien vivía sin más compañía que una gata a la que llamaba “Princesa”, tal vez  lo que ella soñara con ser algún día.  

   Tenía dos graves defectos: un gran corazón y muy poco juicio, y si bien era complicado afirmar que el primero fuera la causa del segundo o viceversa, estos aspectos  de su personalidad constituían una fuente de problemas en su vida, pues estaban  en la base de sus fracasos afectivos y  de las frecuentes discusiones con su madre y los vecinos. No lo podía evitar, ella era así y así sería hasta que Dios dispusiera llevársela,  certeza que le causaba un tremendo comecome cada vez que le venía a la cabeza, por lo que decidió no pensar en esa perturbadora realidad que le quitaba el sueño ni en nada que tuviera que ver con ella, decisión que no vino sino a agravar aún más su problema.

   Dos episodios de su vida, uno en su infancia y otro en su juventud,  fueron los que, sumados a  sus carencias intelectuales,  constituían la brida inconsciente de su manera de actuar.  
   Nueve años y la más tierna inocencia en sus ojos cuando asistió al entierro de su padre. El boato del tránsito, las prédicas del cura, el catafalco cubierto de telas negras, la iglesia lúgubre, iluminada tan solo por los cirios que proyectaban sombras, el olor a cera, el misterio,  el silencio reinante roto tan solo por los gemidos de las mujeres, los siseos, las salmodias del sacerdote…, y después, aquel camino interminable al cementerio, el sonido de las campanas doblando, el enterrador desclavando el crucifijo de la caja y dándoselo a su madre, aquella fosa tan profunda por la que descendió su padre, el espantoso sonido de la tierra chocando contra él…  El terror y el espanto que le produjo la tétrica ceremonia penetraron en ella y ya nunca consiguió arrancarlos de su vida.

    Desde entonces, con tal  de no pensar y olvidar su terrible experiencia, le dio por inventarse historias y, cuando su imaginación se cansaba de  trabajar,  exageraba las que habían tenido lugar,  las  modificaba  agregándoles algún detalle a su gusto o las adaptaba a su ser. Le resultaba divertido. Ora omitía, ora adornaba, ora cambiaba…, pinceladas personales que añadían morbo e intriga  alimentando así  su necesidad de tener algo propio que llevarse a la boca  y engañar a la que un día vendría a poner fin a sus días y llevarse sus historias.
   Para su sorpresa la gente, que nunca le había prestado atención, no solo se la prestaba  ahora, sino que lo hacía con auténtico fervor. Fue así como, poco a poco, sin apenas darse cuenta, le cogió el gustillo a sus mentirijillas, pues con ellas conseguía matar dos pájaros de un tiro: olvidar a la que no quería recordar y que se hablara de ella. Protagonista, recordada. ¡Viva!

  Poco le importaba a ella que antes o después descubrieran sus trolas y la pusieran colorá, era el impuesto que debía pagar por su mitomanía. Naturalmente ella lo negaba todo con  el sello del sofoco en su cara, y si no había escapatoria posible, con el corazón a punto de salirse de su pecho decía que tanto afán por tacharla de mentirosa no era normal,  que a ver a qué venía  tanto interés habiendo por ahí cada mentirosa  quepaqué…, que lo sabía ella y no quería mirar a nadie… Otras aseguraba sin empacho alguno que había sido una broma,  que no se había dado cuenta,  que es que a veces tenía una cabeza…  Sus mentiras iban desde lo más inocente: --Tu gata se ha metido en mi cocina y se ha llevado dos sardinas en la boca-. Y la vecina, alterada: -Si, claro, ahora va a resultar que mi gata tiene dos bocas-. Y ella respondía: --Y hasta tres, que lo he visto yo, un día le doy un trancazo-. Y la vecina, picada, le replicaba: --Ya te cuidarás tú mucho de hacerle algo a mi gata-. Y ella concluía victoriosa: --Pues dale de comer como yo le doy a la mía, que la tienes esmayá viva-, hasta lo más perverso: --María, no te lo vas a creer –con aspavientos- mira bien debajo de las camas que he visto una culebra meterse en tu casa-. Y la vecina, horrorizada, exclamaba: --¡Jesucristo, no me lo digas ni en broma!- --¿Broma? –fingía sorprenderse- Un pedazo de culebra así de grande-. Y abría los brazos en cruz todo lo que podía.  

   En su afán por atraer la atención no le causaba mayor empacho  ensalzar a una vecina hoy, y mañana, con el mismo objetivo, ponerla a bajar de un burro.   Estos vaivenes eran los que su madre le reprochaba amargamente. Le dolía en el alma que  su descuidada hija se comportara como una niña caprichosa, sin reparar en las consecuencias de lo que decía, como si disfrutara en decir hoy una cosa y mañana  la contraria. No lo podía entender.  
   Las recriminaciones de su madre  reproducían en ella unos sofocones tremendos, pues le dolía que no la comprendiera y encima tratara de disculparla ante las vecinas.
   —Tú no tienes que decirle nada a las vecinas, que para eso me basto y me sobrole decía a su madre enfadada.
  ¡Huy, hija mía, qué equivocada estás! A ti lo único que te sobra es malafollá-. La tía Milagros, la pobre, estaba hartica de sufrir por ella.

   Su vida, de no ser  por su trabajo, sus artificios y su afición al chismorreo, sería un páramo desolado, pues  le ayudaba a perseverar en el empeño de seguir siendo “buena”,  de no negar un favor a quien se lo pidiera, de impedir que su corazón le fallara y poder seguir soñando con ser princesa, cualidades que a fin de cuentas la mantenían en pie,  la prueba era que, a pesar de las discusiones con las  vecinas, a pesar de los malos ratos que les hacía pasar con sus “alteraciones de la realidad”, al  atardecer se sentaban en su puerta para charlar con ella. Era su máxima felicidad,  esos ratos de  cháchara en los que  escuchaba y se hacía escuchar desarrollaban en ella todo su potencial, la elevaban a los cielos, pues aparte de ellas solo podía hablar con su madre, pero a su madre no podía contarle sus “caprichosos desvíos”, la conocía demasiado bien: 

  Ya estás otra vez con tus cosas- le decía cuando le contaba algo que no le cuadraba, reproche que provocaba la inevitable discusión-. --¡A quién le habrás salido, hija, a quién le habrás salido!-  se quejaba su progenitora amargamente saldando así la polémica. 

Dieciocho años tenía cuando tuvo lugar el segundo hecho más perturbador de su vida.  Queriendo conocer otros horizontes y ganar unas pesetillas para el ajuar,  decidió irse “a servir” a la capital. En ella estuvo varios años, no se sabe muy bien si fueron cinco o seis. Y fue allí, en la  urbe capitalina, donde conoció a quien ella creyó que era el hombre de su vida, el cual,  aprovechándose de su ingenuidad natural, no tardó en enamorarla perdidamente empleando para ello una verborrea que a ella se le antojó celestial. Lo demás fue coser y cantar para el aprendiz de don Juan, pues ella, simple, confiada y desprendida,  muy necesitada de amor y afecto, se entregó a él en cuerpo y alma. Le resultaría cara su entrega, pues su pícaro príncipe azul no se contentó con robarle la virginidad, sino que también arrambló con sus ahorros.

    Rota de soledad y desamor, sin nadie a mano a quien contarle su fracaso amoroso a su manera, se derrumbó. Lo que más le preocupó del caso no fue tanto perder su virtud y su alcancía como todo lo  que su madre le diría cuando se enterara, pues no tendría más remedio que decírselo antes o después. A su madre no podía engañarla. Si a ello unimos la comidilla de la que inevitablemente sería objeto en el pueblo, ansioso de historias como la suya, el disgusto de su madre  se uniría al suyo y la suma de ambos sería demasiada carga para ella. Esta convicción, y el hecho de que  llegara a saber  que el autor de la artimaña era un vulgar pintamonas, sin oficio ni beneficio,  que cualquiera con dos dedos de frente habría descubierto en un abrir y cerrar de ojos,  la sumió en un estado de ansiedad que demolió la escasa resistencia que aún le quedaba


   Le sobrevino una depresión de cien quintales y a punto estuvo de vérselas con la de la guadaña, factor a la postre desencadenante de su curación, pues ella estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que esa señora no visitara su casa.  En el pueblo no faltó quien dijera que de aquí le venía a ella  su inclinación a deformar  las cosas,  que se inventaba lo que se inventaba como una estratagema para no volverse loca, para no pensar en su imperdonable falta, de forma que  se fue ganando justa fama de embustera proverbial. De hecho, cuando corría algún chisme sobre alguna de sus conocidas  la afectada se iba al bulto: --Eso solo ha podido  decirlo la embusterísima de Presen-.  Puede ser, y puede que una cosa  no quitara a la otra,  pero  su afición al embusteo le venía mayormente por temor a que la parca se la llevara sin que se enterara nadie y sin decir ella la última palabra.   (continuará).

sábado, 1 de diciembre de 2018

LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO








Inicio hoy, 1 de diciembre de 2018 a publicar por tramos mi novela, que escribí años ha.
   Se titula LA TERTULIA QUE QUISO CAMBIAR EL MUNDO, y es  la historia de una venganza. Tiene 322 páginas, un preámbulo y XXXI capítulos. Empieza así:




PREÁMBULO

    Cuando la única opción es poner la otra mejilla el silencio se extiende como respuesta a la injusticia. Es la hora de los héroes.  En esta historia, acaecida  en un pueblo olvidado, la costumbre llegó a convertirlo  en un mal, un mal sin galones, pero igual de dañino. Tal vez peor.  
   El silencio como respuesta  obliga a fingir lo que no eres, a decir lo que no piensas, a simular lo que no sientes, que se une  a la certeza de que nunca serás  lo que sueñas. Se detecta en la expresión de tu rostro, en la ansiedad de tu mirada, en tus gestos, repetitivos y cansinos,  en que nada de lo que dices trasciende  fuera de ti. Y sin ser plenamente consciente de ello llevas a cuestas tu desengaño prendido de un callar de espadas.
   Interiorizas como algo natural  que trae más cuenta ser  maestro de la indefinición que amigo  del compromiso. Sin embargo, la tensión que conlleva el silencio te lleva a criticar en los demás lo que otros critican en ti, en lugar de  señalar a quien debe ser señalado, pues has asumido que la verdad se alza como enemiga de la convivencia y el silencio como su aliado.  
    Huyes del riesgo, al que tratas con distanciamiento,  y aquel que lo defiende como un valor necesario para vivir en plenitud lo miras con recelo, pues ¿cómo no pensar que quiere aprovecharse de ti?  
  El vacío de tu vida  lo cubres con misas y distracciones de casino,  batidas de caza y charlas al atardecer, en la plaza o en la taberna. Y así, con la bandera de la desconfianza izada, pasas tu tiempo  esperando que todo cambie y mejore sin hacer nada. Todo es duda que te atenaza mientras el tiempo corre sin darte cuenta  de que estas  enfermo de miedo y te acuestas con la mentira. 

   Este panorama, que el lector sabrá interpretar, trataron de burlarlo tres vecinos de un pueblo perdido de la geografía española a los cuales se les ocurrió fundar una tertulia, tal vez  porque intuyeron que si seguían callando acabarían por hablar solos.  Sus componentes,  tres amigos que ni siquiera  se fiaban entre ellos, echaron una moneda al aire y les salió cara, seguramente porque la suerte quiso darles una oportunidad antes de que  el silencio los devorara, y fue así como se embarcaron en la aventura de vencerlo sin sopesar las consecuencias de su azarosa  iniciativa.     

   La historia, de ribetes singulares, humana y trágica, por momentos conmovedora,  me la refirió el guardabarreras del pueblo, un cincuentón de generosa estatura, cargado de hombros,  mirada inquieta y tez oscura, parsimonioso y solitario, de los que hablaban poco pero rompían el silencio cuando lo hacían,  de los que están del lado de la verdad y se comprometen con ella  por amarga que esta fuera, amargura que endulzaba  con su particular sentido del humor, un humor que se asomaba a su mirada, escéptica y burlona, para despistar al silencio.   Era precisamente esta cualidad, ser serio y aparentar lo contrario la que, junto con su particular forma de entender la vida, le  proporcionaron  fama de frívolo, hecho que le permitía jugar con la verdad como si fuera mentira. O viceversa.  

Lo conocí una tarde, durante un paseo, el primer año que fui a pasar unos días al pueblo,  donde vivía la familia de mi mujer. Él estaba en la puerta de su garita, junto a la vía, y lo saludé con un buenas tardes, a lo que él respondió, nos dé Dios, con cierta ironía. Al volver de mi excursión aún seguía en el mismo lugar y le pregunté si no se aburría, por decir algo. Me respondió que solo se aburren los que no tienen imaginación. Me acerqué donde estaba, me presenté, nos dimos la mano y ahí nació nuestra amistad. Todos los años, a partir de ese día, cada vez que iba al pueblo lo visitaba. Fue al segundo año de conocernos cuando me la contó. Salió a colación de forma espontánea y por casualidad.

   Los dos estábamos sentados en la terraza de una venta de carretera,  cerca del pueblo, una tarde de  verano postrero con el sol en el horizonte. Ambos saboreábamos la frescura deliciosa de una Alhambra y disfrutábamos de la placidez del lugar, razón que nos había llevado allí.  Hablábamos  del pueblo,  de su estentóreo silencio, de su negro futuro, de su anodino presente y, de pronto, en medio de la conversación, me preguntó de improviso: “¿Qué entiende usted que es la verdad?”  Casi me atraganto, era la primera vez que alguien me sometía a semejante prueba, así que lo miré con verdadera curiosidad (debo confesar que no conocía a fondo al personaje).

   Para responder a su insólita pregunta recordé una alucinante historia que había oído contar en una taberna del barrio de Lavapiés de Madrid. 


La contaba un hombre de unos sesenta años de edad con aspecto de bohemio, a un joven que compartía mesa con él. Yo estaba sentado en la mesa contigua y aquel ejemplar de ser humano de  mirada triste, cabello y barba blancos, rostro enjuto y surcado por profundas arrugas, muy delgado, alto, vestido con un pantalón vaquero de color negro, polo del mismo color y una chaqueta blanca,  contaba que un día Dios resolvió decirle la Verdad a los hombres.  Su insigne decisión la plasmó  de su puño y letra en un folio de color azul y, para hacerla llegar a los humanos no comisionó a sus ángeles  ni a sus arcángeles, sino al mismísimo Lucifer al que llamó a su presencia. Cuando el del Averno acudió a su llamada con su habitual cortejo de olores inmundos lo hizo arrodillar y jurar ante Él que acataría su mandato: “Has de llevar la Verdad a los hombres en nombre de tu Dios”. Así lo prometió y se comprometió el Príncipe de las Tinieblas doblando la cerviz,  sumiso y ladino. Dios le entregó el título donde había resumido  la Verdad y el mensajero celestial de los infiernos se personó en la Tierra tras meditar cómo cumplimentaría el mandato divino. Revestido de su poder y disimulando su condición, reunió a la humanidad para comunicarle la noticia de la que era portador.
  --“Dios ha decidido transmitiros la Verdad –anunció  a la masa informe con voz tronante desde su atalaya- y yo, como vasallo suyo, os la traslado  cumplimentado así su mandato”. --“¡Alabado sea Dios!” --clamó la multitud. Alabanza que el comisionado prefirió ignorar. Con el semblante contraído por la ira  y disimulando su disgusto se dispuso a cumplir su anuncio, pero ante la sorpresa de la muchedumbre extrajo el pliego y rugió: --“¡Aquí la tenéis, buscadla!”. Y no leyó el contenido del folio como el gentío esperaba, sino que lo hizo confeti en un vertiginoso movimiento de manos y los arrojó al viento. Había cumplido con el mandamiento divino. Ahora cada hombre tenía su verdad revelada por Dios, aunque de la mano del diablo”.  
   El guardabarreras permaneció pensativo tras escuchar mi alegoría y al fin comentó:
     —Seguro que se quedó con más de un trozo”. “--¿Para qué? –le pregunté-, no necesitaba ningún trozo, pues  leyó el folio antes de romperlo. --“Ya –concedió-, pero el Diablo es muy desconfiado y seguro que pensaría que lo mejor era quedarse con varios trozos por si el hombre fuera capaz de juntarlos todos…”  Los dos reímos.
   Esa fue la mejor prueba de que le gustó mi explicación,  lo leí en sus ojos, si no, no me habría comentado a continuación:
     —Es decir, que si Dios comisionó al Diablo para algo tan trascendente es que era bueno hacerlo así.
    —O necesario –completé yo.
    —Ya –aceptó él- por eso echó a Adán y a Eva del Paraíso.
    —Una buena teoría –abundé yo.
    —De todas formas lo que tiene de curioso este caso –creí oportuno señalar- es que aquel hombre le dijo a su joven acompañante que su hijo era cura, y que antes de que ingresara en el seminario le contó la misma historia.  El joven, supongo que  por curiosidad o por si llegara a tropezarse con él, le preguntó por el nombre de su hijo  --“Se llama Propósito –aclaró el anciano-, le puse ese nombre porque no hay ningún santo que se llame así, de manera que si llega a serlo será el único.  Aunque lo dudo”. 
   Fue después de meditar sobre lo que le conté cuando me dijo: 
   -Pues yo te voy a referir mi verdad sin intermediarios. Por cierto, no sé si será casualidad, pero el protagonista es un cura, y casualmente se llamaba don Propósito, y era de los que transmitían la verdad de Dios a su manera. 
   Y me relató esta historia que tal vez termines de leer o tal vez no, pero  si sientes que nada de lo humano te es ajeno te invito a que llegues hasta el final. Naturalmente que yo, salvando las distancias,  te la cuento a mi manera, como hizo el Diablo. Y también quedándome con algún trozo de ella. No podemos escapar a nuestra condición.  (Continuará)





   

jueves, 8 de noviembre de 2018

EN EL PARAÍSO



  







    El amor está ligado al fuego y a la palabra. La palabra  prende un fuego interno que predispone nuestra mente a la acción.  Tiene el poder de encender la fe con su fuerza magnética. Es capaz de transformar nuestro  código genético al influjo de su verdad y su mentira. Consigue que la materia y espíritu se identifiquen dando lugar a un nuevo sentimiento:  el amor.
   —¿De quién  has aprendido eso? –le preguntó ella
   —De Dios –respondió él
  —¿Tú crees en Dios? –preguntó ella
  —Claro –afirmó él-,  por Él creo en ti.
  —¿De verdad  crees en mí? –se sorprendió ella.
  —Si no creyera en ti no hubiera aceptado  la manzana –respondió él.
 

martes, 20 de marzo de 2018

CLARO Y MERIDIANO




  




   La pregunta que hoy me hago, a la vista de los acontecimientos que vienen marcando nuestro día a día, que ponen a prueba nuestra conciencia y desafían nuestra capacidad de raciocinio, que unas veces nos desconciertan, otras  nos horrorizan y las más  nos angustian, inquietan y afectan en definitiva a nuestras vidas, es la siguiente: «¿Podemos presumir de tener  algo meridianamente claro en esta vida?››

   Porque digo yo, tal vez de manera ingenua, que si tuviéramos las cosas claras esas cosas que pasan que ponen a prueba nuestro equilibrio mental no pasarían. ¿O pasarían igualmente? Ni siquiera esto lo tenemos claro, aunque la lógica nos dice que «esas cosas que pasan›› que alteran nuestras vidas y desafían nuestra fortaleza de ánimo no pasarían si lo tuviéramos todo claro.  ¿Lo sucedido estos días en el barrio de Lavapiés ha sucedido porque tenemos las cosas claras o por todo lo contrario? Para mí  es de una lógica aplastante deducir que si lo tuviéramos todo claro  nada de lo que ocurre que atenta contra la vida ocurriría. Lo que ya no tengo tan claro es si sería  bueno.  ¿Cómo sería el mundo si tuviéramos las cosas claras? ¿Existirían las religiones? ¿Habría tenido lugar la I Guerra Mundial? ¿Habría nacido la Unión Soviética? ¿Habría subido Hitler al poder? ¿Sería Donald Trump presidente de EEUU? ¿Habría surgido Podemos?¿Habría llegado el independentismo catalán a desafiar al Estado? Causa desazón saber que la única cosa clara que tenemos los humanos es que tenemos que morir. Es decir,  que tener  las cosas claras está relacionado con la muerte. Así que si escuchamos a alguien decir “yo lo tengo todo claro” lo mejor es salir corriendo porque puede llevar una bomba escondida en su bolsillo.   Eso de “las cosas claras y el chocolate espeso”  lo dijo alguien al que le gustaba el chocolate bien hecho, pero no tenía las cosas claras. Nadie las tiene ni puede tenerlas. 

  Saber esto, saber que los humanos no tenemos nada claro, debiera volvernos más humildes ¿no? Pues sucede todo lo contrario. Somos soberbios y mendaces. ¿Habéis observado la actitud arrogante de Trump y Putin y de ese enano de Kim Yong Un? ¿O de Maduro? ¿Vosotros creéis que  tienen las cosas claras?  Su propia actitud los delata, se aferran  a la  idea  del patriotismo como soporte de su impostura y a los somníferos para poder dormir y dar la talla.  En política la impostura es un arma de seducción.  Luego podemos afirmar también que lo que tenemos claro es que no tenemos nada claro, lo que decía Sócrates cuando afirmaba aquello de “solo sé que no sé nada”, excepto que la muerte nos acecha. Como veis no falla, siempre que nos preguntamos si tenemos algo claro pensamos en la muerte,  la misma que  provocan y abrazan   esos zombis humanos que dicen tener las cosas tan claras que van por el mundo sembrando muerte  para alcanzar el paraíso. No puede ser de otra manera, una vez que tienes las cosas claras ¿qué haces aquí? La vida exige una búsqueda constante de la verdad, una vez que te sientes poseedor de ella la vida te sobra.  Las palabras de Santa Teresa cuando dijo aquello tan hermoso y conmovedor:  “…tan alta dicha espero que muero porque no muero”, obedecen a ese sentimiento.

   Tras lo dicho, creo que se puede afirmar que la vida desmiente de tajo todas las ideologías que nos dicen que las cosas son como sus postulantes dicen que son, las que pretenden planificar tu vida, esas que no admiten oposición y te encierran en una cárcel social, o religiosa, o cultural, o identitaria, o sexual…, las que menosprecian la vida en una palabra, pues  la vida es, sobre todo, libertad, libertad de elegir y tomar tus propias decisiones,  equivocarte porque eres humano, y volver a empezar, y hacer de tu capa un sayo,  porque si dejamos que sean otros los que decidan por ti  estamos muertos,  que es lo que  interesa a esas ideologías que lo tienen todo claro. Como veis,  la  muerte siempre aparece cuando alguien pretende hacerte creer que tiene las cosas claras, hasta el punto de que no dudan  en decirte que si no piensas como ellos eres gilipollas. O algo peor.

   Estos días atrás ha saltado la noticia de la muerte de Stephen Hawking,  ese genio de la naturaleza humana que ha desentrañado misterios insondables del universo y ha escrito libros científicos  que han sido bests sellers mundiales. Pues bien, entre las muchas frases que se le atribuyen aparece esta pregunta fundamental a la que él trató de dar respuesta: «Pregúntese qué es lo que hace que exista el Universo››, que alguna doctrina se ha atrevido a decir que existe por sí mismo. Si tenemos en cuenta que también dijo: «Debe de ser aburrido ser Dios y no tener nada que descubrir››, el desafío a nuestro intelecto es descomunal, pues nos está retando a que descubramos por qué existe el Universo prescindiendo de la idea  de Dios, ya que  Dios no puede aburrirse si convenimos en que es la Verdad y la Vida, algo que no tenemos en absoluto claro, de manera que si no sabemos esto no podemos tener nada claro. Quede claro, pues, que lo único que tenemos claro es que no tenemos nada claro, excepto que el chocolate debe de estar en su punto óptimo de espesor para estar bueno. Bueno, y alguna cosilla más que nos ha enseñado la ciencia, que se topó con el principio de incertidumbre y acabó con el determinismo.

   Ahora bien, dentro de mi incertidumbre, si algo tengo claro, es que esos que juegan a ser dioses y presumen de tener  las ideas claras, tan claras que se aburren y aburren a las piedras, tienen tan claro que no tenemos nada claro que  saben muy bien como captar a incautos que secunden sus oscuros propósitos para su mayor gloria. Estos sí  son un peligro para la humanidad en general y para el hombre en particular, pues lo mismo te convierten en un terrorista que en un zombi de alguna secta destructiva. Alguna cosa, pues, sí que debemos tener claro para no andar por la vida a tientas y a ciegas y te engañe algún iluminado de esos que tiene las cosas claras de cómo lavarte el cerebro.

   ¿Dijo algo Stephen Hawking sobre la vida? Dijo esta extraordinaria frase: «La vida sería trágica si no fuera graciosa››. Que lo dijera él, al que la vida le gastó la pesada broma de endosarle la enfermedad del ELA, es toda una lección de sabiduría. ¿Qué quiso decir? Que si no nos tomamos la vida con un poco de humor y no encontramos en ella razones para reírnos de ella  no encontraremos nada digno de ser vivido, pues todo nos parecerá trágico.  Esto nos lo enseñó como nadie Gila. O Tip y Coll. O Chiquito de la Calzada. Y Faemino y Cansado y tantos otros.  Al menos tengamos esto claro para que la felicidad no sea una quimera.

   Para concluir y no alagar más esta reflexión: tengo claro que si alguien me dice “yo tengo las cosas muy claras”, salgo corriendo como he dicho. Bueno, antes le preguntaría a qué cosas se refiere, por si se tratara de un extraterrestre.

jueves, 22 de febrero de 2018

PAN Y FILOSOFÍA





Ayer tuve la suerte de asistir a la presentación del libro "Contrapensamientos" de mi amigo Emilio Porta, a quien no veía desde hacía un tiempo demasiado largo.
La presentación tuvo lugar en la Asociación de Escritores y Artistas y Españoles y fue un acontecimiento cultural de lo más grato e interesante, por la calidad del autor y de los presentadores, de quienes destaco a mi amigo Enrique Gracia Trinidad y a su mujer, Soledad, que al alimón, y con una gracia y originalidad poco frecuentes, hicieron una presentación modélica en la que no faltó la poesía y el humor. De antología.
"Contrapensamientos" es un libro que os recomiendo porque en él vais a encontrar muchas de las claves que ocupan, preocupan y distraen al ser humano en su lucha por darle sentido a su vida.
Yo voy a destacar de este original y extraordinario libro un pensamiento, o contrapensamiento que, bajo mi punto de vista, sintetiza el título del mismo, expresa la filosofía desde la que ha sido escrito, y revela las inquietudes vitales de su autor.
La frase, que está en la página 42, es sencilla en su enunciado y contundente en su significado. Dice así: «No conozco a ningún filósofo que no coma pan. Pero conozco a muchos panaderos que no leen filosofía».
Como veis, Emilio pone de manifiesto una de las necesidades vitales del hombre que, si pretendiéramos desarrollar, nos llevaría muy lejos, cosa que no es posible abordar aquí y ahora: alimentar su cuerpo y alimentar su espíritu. Sin embargo, mientras el pan es alimento imprescindible, lo material, la filosofía es prescindible, lo espiritual. Por tanto, mientras que la filosofía no llegue a las panaderías lo mismo que el pan llega a la casa del filósofo, soñar con una humanidad diferente es arriesgado.
Podría destacar otras frases suyas geniales, reveladoras, pero alargaría este escrito más de la cuenta, y no es esa mi intención, mi intención era hablaros de Emilio Porta, un desconocido para el gran público al que vale la pena conocer. Buscadlo en la red. Os sorprenderá.
Que tengáis un feliz fin de semana.