jueves, 2 de julio de 2015

SUPONGAMOS




Hablaban dos amigos mientras desayunaban a la barra de un bar: 

—Supongamos –decía el primero tratando de hacerse entender- que una rosa no es una rosa, supongamos que un clavel no es un clavel, que los geranios son pimientos y los lirios coliflores. ¿Habría sido García Lorca poeta? Supongamos –continuó- que una flor es una col, supongamos que en lugar de flores solo hubiera berzas, y en lugar de colores, malos olores. ¿Existiría la poesía? Supongamos –prosiguió tenaz- que te casas y que la novia en lugar de un ramo de flores lo lleva de lastones, ¿le dirías sí en el altar? Y puestos a suponer, supongamos que la mujer es una zarza, ¿te casarías con ella? 

El amigo lo escuchaba con la admiración de quien oyera a un mudo hablar. 

—¿Adónde quieres llegar con tus esperpénticas suposiciones? –le preguntó alarmado. 

—No lo sé muy bien, tal vez quiera convencerte de que no valoramos lo que tenemos–respondió. 

—¿Y? –siguió inquiriendo el amigo dando a entender que su respuesta no le había conmovido. 

—Pues que todo lo que nos rodea es un milagro y sin embargo no creemos en los milagros–redondeó- ¿o acaso una rosa no es un milagro?

—Lo sea o no ¿adónde nos llevaría eso? –se interesó ahora el amigo. 

—Nos llevaría a que si la estupidez no fuera la característica más destacada de la personalidad humana le daríamos más importancia al acto de regalar una rosa que a construir pirámides –argumentó de nuevo el amigo que suponía por suponer dejando al otro in albis. 

—¿Y qué tendría de particular pensar así? –quiso saber el amigo cada vez más convencido de que el otro había tenido una mala noche. 

—Pues que Marilyn Monroe no se hubiera suicidado –afirmó con un aplomo que volvió a admirar al otro. 

—Y quién dice Marilyn dice Cleopatra… -apostilló el amigo con cierta coña.
Pero el que hablaba de suposiciones no se dio por aludido. 

—Sí, y Violeta Parra, y mi hijo..., pero sobre todo evitar que un ser humano pueda decir esto: «Madre, también yo quisiera ser mujer. / …para sentir en mi interior / la necedad terrible de haber traído al mundo a esta bestia maldita, / y perdonarte, madre1».

—¿Por qué? –quiso ahondar ahora el otro, ahora sí, conmovido. 

El amigo que inició la conversación miró a su amigo, respiró hondo, y con gesto melancólico y resignado, repuso:

—Porque el hombre busca, y busca, pero no encuentra su alma, esa rosa inmarchitable que empequeñecería a la mayor de las pirámides.
1.- Tomás González.