jueves, 9 de abril de 2015

MUJERES






    Mujeres, la realidad es que no podemos  pasar sin ellas. Es tal vez en esta verdad  donde se apoya  el mito de que son nuestra otra mitad.  No es cierto, en esta vida cada cual va  lo suyo y si no se respeta esto, si sus individualidades no cuadran, no hay pareja.

     Los antiguos sabían mucho de esto, pero la inteligencia y la sabiduría fallan a la hora de juzgar a las mujeres.  Las soluciones  que se han propuesto para tratar de conjurar los peligros que supone la infidelidad de la mujer se han centrado en controlar su vida y asignarle un roll secundario en la vida social,  partiendo del manido dicho popular “quien evita la ocasión evita el peligro” que, llevado a sus últimas consecuencias, resultaría que toda actividad humana, incluso no hacer nada, es un peligro. Otra estupidez mayúscula, pues de esta filosofía se han derivado todo tipo de abusos encaminados todos a sojuzgar a la mujer, provocando con ello más sufrimiento en la sociedad. Les pusieron un velo y ocultaron su rostro y su figura, las encerraron en casa, les prohibieron salir a la calle solas…, pura hipocresía que provocó tragedias como la que narra Fernando de Rojas en La Celestina, paradigma de la necedad humana, que pone todos los medios para impedir que algo ocurra y  lo que consigue es provocarlo.  De la situación de la mujer en el mundo árabe, mejor dejarlo.

     Pareciera que los hombres, a lo largo de la historia, hubieran hecho de su despecho contra la mujer toda una doctrina adrede para oprimirla por el mero hecho de serlo, ubicando su honor en ellas, creyéndose su propia mentira y, para justificarse, llegaron a apoyarse en la misma Biblia que interpretaron a su modo, a medida de sus intereses.  Uno se avergüenza de ser lo que es cuando lee la historia y comprueba el trato degradante e inhumano a que ha sido sometida la mujer por los estamentos de poder a la que responsabilizaron de todos los males de la sociedad para ocultar sus miserias y salvaguardar su mancillado  honor. Si en algún aspecto de la vida puede evidenciarse lo infinita que es la estupidez humana es en el modo en que el hombre ha intentado resolver el problema de la relación con la mujer, pues no ha sabido encontrar otro camino que el de pisotear su dignidad para garantizar la suya.

   Debido a la enorme influencia que adquirió la Iglesia católica tras la caída de Roma, el matrimonio se instituyó como un sacramento en el que se le asignaba a la mujer el peor papel, pues habría de sacrificarse para que el hombre brillara.  Fue la forma que se impuso en occidente y que luego se extendió a casi todo el mundo,  pero lo común era que la mujer siempre ha estado sometida a la voluntad del hombre en todo momento y sujeta a sus caprichos. Sobre esta injustica se ha apoyado la estabilidad familiar y su funcionamiento.   Si la mujer fallaba el matrimonio se venía abajo y la familia se deshacía, solo que antes la mujer tenía que aguantar, no podía separarse de su marido, y si fallaba en su papel ya sabemos lo que le ocurría.

   Hoy no podemos afirmar de forma categórica que esta sociedad sea más justa que aquella,  pues la justicia tiene mil caras y la injusticia  se da en todas las sociedades y en todas las épocas, pero al menos, sobre el papel, la mujer hoy goza de unos derechos que jamás antes le habían sido reconocidos. En esto, al menos, sí hemos avanzado, pero en lo esencial estamos donde estábamos, hemos aprendido poco a convivir, seguimos siendo presa de los mismos pecados, sabemos más, pero no somos mejores –como ejemplo de ello, los que llevaron a cabo el genocidio judío leían a Shakespeare y Platón, y su jefe, Hitler, leía a Schopenhauer y a Nietzsche, y Stalin, tal vez el mayor criminal de la historia, leía de todo, era poeta y escritor, un hombre culto en definitiva, y sin embargo un asesino frío y calculador que cuando agonizaba, por puro miedo, nadie se atrevió a acercarse a él. Ni siquiera su médico-.

       La mujer, pues,  sigue siendo explotada de una forma u otra, es utilizada por organizaciones criminales sin escrúpulos que la prostituyen para su lucro personal, es discriminada en el trabajo, sigue recayendo sobre ella el mayor peso de la educación de los hijos y su cuidado, sigue soportando la prepotencia del hombre y su maltrato que llega hasta quitarle la vida cuando el vínculo que los unía se rompe.  Es decir, que el hombre ama a la mujer al mismo tiempo que le otorga un estatus inferior, y esta realidad, cuando se pone de manifiesto, provoca el drama, la separación traumática y, a veces, la tragedia.  Así ha sido a lo largo de la historia.   Cuesta trabajo creer que se pueda amar a una mujer y al mismo tiempo maltratarla. Así de contradictorios  y duales somos.