viernes, 20 de diciembre de 2013

GLOBALIZACIÓN (UN CUENTO DE NAVIDAD)



  

Globalización es un término novedoso que nos ha pillado desprevenidos, lo cual viene a confirmar que los acontecimientos van por un lado y nosotros por otro. Es que en castellano tradicional ni existe.  Según los entendidos el concepto pretende describir la realidad inmediata como una sociedad planetaria sin fronteras ni barreras arancelarias, diferencias étnicas, credos religiosos, ideologías políticas y condiciones socio-económicas. Algo así como una menestra en crudo que no hay quien se la trague, pero que bien cocinada podría ser deglutida sin dificultad, siempre que esté en su punto de sal  y guste la verdura, que por  muy buena que sea para la salud algunos no pueden ni verla.  Pero  para bien o para mal,  o para las dos cosas a la vez, ya lleva algún tiempo por aquí,  incorporado a nuestro vocabulario cotidiano, imparable  como lo fue la minifalda, la coca cola, Andy Warholl, la hamburguesa, el rap y el graffiti.  Y como afecta a todo –por algo procede de global- también afecta a la Navidad.  Claro que siempre hay quien no se entera.

  Como cada año, los vecinos de la pequeña y escondida aldea, preparaban su modesta cabalgata de Reyes.  Trajín, nervios, carreras, recados, avisos, bromas..., todo para que la noche del día cinco no faltara un detalle.  Pero este año la meteorología les había jugado una mala pasada:   había caído un nevazo de esos que cuando amanece parece que el Sol sale a rastrapanza,  inconveniente que suponía un formidable obstáculo para sus planes, no ya para que la comitiva real encontrara expedito su itinerario –ya se encargarían ellos de despejar las calles y dejarlas transitables-, sino porque la nieve caída –metro y medio según los más prudentes; dos metros según los más exagerados-  impedía viajar al pueblo próximo a traer  los caballos para que sus majestades de oriente pudieran llevar a cabo su trascendental misión. O sea,  que estaban totalmente aislados. ¡Menudo marrón les había caído encima!  En este caso, hablando con propiedad, el marrón era  un mantón blanco que los cubrió a todos y los dejó pasmaos.
   A un vecino se le ocurrió sugerir que en la aldea había tres borricos, muy majos ellos, “y a falta de pan...” –dejó caer como quien no quiere la cosa.  El alcalde le cortó el refrán en seco y le dijo que no eran tres, sino cuatro.  Y el vecino se estrujó la sesera tratando de averiguar quién sería el dueño del cuarto borrico, pues que él supiera en la aldea no había más que tres. 
   A pesar de ello el edil no estaba dispuesto a rendirse.  Convocó un pleno extraordinario para tratar el asunto con la esperanza de que de ella surgiera alguna idea, alguna propuesta que salvara la situación, aunque de antemano ya sabía que la solución sólo saldría del atrevimiento de algún munícipe que estuviera dispuesto a desafiar la putada que les había hecho la meteorología, y poner a prueba su sentido de la orientación, pero o la osadía de los vecinos había quedado congelada por la nieve o el nivel que ésta había alcanzando superaba su estatura.  Lo cierto es que el regidor, que había albergado una leve esperanza de que, al calor de la reunión, alguno de los residentes se ofreciera voluntario, vio frustradas sus ilusiones. 
   Constatado pues que, salvo los tres borricos, un par de vacas, un buen número de ovejas y algunos cerdos, en la aldea no había más cuadrúpedos, al menos que figuraran en el censo como tales, se dispuso a dar por concluido el pleno. Pero cuando se disponía a levantar la sesión  el único empleado municipal, que entre  sus muchos cometidos figuraba también  el de alguacil, entró en el salón de plenos tras pedir permiso, se quitó respetuosamente la boina y, dirigiéndose a la asamblea a través de su jefe, informó:  “Señor alcalde y la compaña, que aquí fuera hay un forastero de barbas muy largas y una vestimenta muy rara que pregunta por usted”.  “Pues dile que entre a ver que quiere, hombre de Dios” –respondió el señor alcalde sin echar cuentas a lo que había dicho el funcionario local. Si lo hubiese hecho habría reparado en que estaban aislados.  Así que, ¿cómo diantre había llegado el forastero a la aldea?
   El alguacil salió  y momentos después volvió a entrar acompañado de un hombre sesentón de luengas barbas blancas y aspecto bonachón.  Vestía el anciano un anorak rojo ribeteado de blanco,  pantalón y botas del mismo colorido y un gorro puntiagudo terminado en una borla haciendo juego. Su irrupción en el modesto salón de plenos dejó boquiabiertos a los reunidos.  El ministril volvió a quitarse la boina y en un tono de voz que revelaba su desconcierto, anunció: “Ustés perdonen, pero pa’ mí que  este tío tié atascá la chimenea –como si quisiera justificarse-, dice que se llama  Santa Klus o algo así y que ha venido por el aire  en un trineo”



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