sábado, 30 de noviembre de 2013

UN RELATO VERÍDICO







   La  profesora  estaba acabando de dar las últimas indicaciones sobre el examen final que harían al día siguiente. Terminó diciendo que no habría excusas para quien no acudiese al examen, a menos que se tratase de un accidente grave,  enfermedad o muerte de algún pariente próximo.
 
 Un gracioso que estaba sentado al fondo de la clase quiso, con ese típico aire de cinismo de los idiotas, ponerla en apuros:

 'De entre esos motivos justificantes... ¿podemos incluir el de extremo cansancio por actividad sexual?'

 La clase explotó en risas mientras que la profesora aguardaba pacientemente a que todos callasen. Entonces ella miró al  payaso y muy en su papel le respondió:

 'Ese no es un motivo justificante. Como la prueba será tipo test  usted puede venir y escribir con la otra mano o puede usted contestar de  pie, si es que no puede sentarse.'

domingo, 24 de noviembre de 2013

BRILLO DE MUJER





   De pequeño   me decían  que la mujer tenía  tanto de ángel como de diablo, y que a veces se comportaba como la veleta de la torre de la iglesia, la única  que había en el pueblo. 

   También oí que las mujeres son la perdición de los hombres. En fin, ¡escuché tantas cosas y tan contradictorias que, unas veces por temor a herirlas, otras por temor a que me hirieran ellas a mí, no me atrevía ni a hablarles!

   Poco a poco la experiencia de la vida me ha mostrado que la mujer luce con luz propia, con un brillo innato que regala al hombre que se lo merece, pero este, ciego a otros brillos que no sean el suyo, lo ignora por no reconocerlo.

   Mas no se para ahí. Muchos, más de la cuenta porque aunque solo haya uno a mí me parecen muchos, no lo soportan y no descansan pensando en que su brillo apaga el suyo.  Hasta que un día, incapaces de soportarlo,  su silencio de espadas se destapa en acometida mortal y ejecutan su propia suerte. Luego comprenderán que el brillo que apagaron era su propio brillo, luego, cuando ya no hay remedio y se dan cuenta de que no pueden vivir sin él. 

   A veces me pregunto por qué de niño nunca me dijeron, como me decían de la mujer, que el hombre sin la mujer no es nada y que, sin embargo, la mujer brilla por sí misma y solo le pide al hombre una cosa: que sepa amarla.

martes, 19 de noviembre de 2013

UNA VOCACIÓN FRUSTRADA (III)







  A mí el instrumento que me gustaba era el clarinete, ignoro la razón por la que me sentía atraído por él, era algo especial. Si hubiera sido por su sonoridad, lo lógico es que me hubiese inclinado por la trompeta, que también me atraía, pues tenía  un sonido brillante que resaltaba por encima de los demás, un instrumento insustituible que se presta al lucimiento como pocos, bastante más que el clarinete, que es mucho más discreto y menos verbenero que la trompeta. Yo veía en el clarinete al perfecto caballero que allí donde va procura pasar desapercibido, pero si falta todos lo echan de menos. 


   Esta y no otra debió ser la cualidad que más me atrajo del clarinete, un instrumento mucho más recatado que la trompeta, aunque  con más presencia y prestancia que la flauta, que sólo podía oírse cuando los demás instrumentos enmudecían, lo cual no dejaba de ser una pena, pues su sonido es agradable y ensoñador.  Me recordaba a las violetas, unas florecillas de un perfume embriagador, pero ocultas y difícil de encontrar. Sin embargo qué curioso, Bach compuso –de qué cosas se entera uno al cabo del tiempo- una música para ¡órgano y trompeta!, la coral BWV 645. El órgano y la trompeta mano a mano, no me lo podía imaginar, un instrumento verbenero compitiendo con uno concebido para tocarle a Dios. Claro que bien pensado ambos son instrumentos de viento y de metal. Lo que pasa es que yo siempre he asociado el órgano a la iglesia y la trompeta a la fiesta. 


   Pero no sólo me atraía el clarinete, había otros instrumentos que eran también objeto de mis preferencias, pero ninguno como el saxo. Y entre ellos, el tenor (el barítono no llegué a conocerlo). A mí el saxofón tenor me imponía, su sonido me inspiraba una mezcla de fascinación y respeto casi reverencial, muy parecido al que me causaba el cura, un tenor de la palabra que cuando se subía a púlpito y desplegaba su labia embelesaba a respetable cual encantador de serpientes. Un fenómeno de la naturaleza. Hoy, cuando oigo temas como Take five, de Dave Brubeck Cuartet, o In The Mood, de la orquesta de Glenn Miller, me embeleso oyendo el sonido de los saxos, me fascinan. 


   Sí, fue una verdadera lástima que mi aproximación a la música estuviera desprovista de la magia que la rodea. Para cuando yo descubrí a Mozart y a Bach mi vida estaba ya encarrilada en una determinada dirección y apartarse de ella no entraba en mis cálculos. Aunque también eché de menos a la persona que surge en determinados momentos de tu  vida y te dice: esto es lo tuyo. Lo eché de menos tanto en el terreno musical como en el personal. 


   Bach me cautivó, Mozart me enganchó. A mi mujer y a mí nos gustaba tanto Bach que el día de nuestra boda le pedimos al organista que nos tocara La Tocata y Fuga en lugar de la Marcha Nupcial. Yo no tenía ni idea de lo que era el contrapunto, pero oyendo La Tocata y Fuga se aprende sin necesidad de más explicaciones. Y la fuga, tres cuartos de lo mismo. La audición de esta excelsa composición musical tiene más carga emotiva y espiritual que mil homilías del “Tenor de la palabra”.  Sólo un genio puede crear algo semejante. No me canso de oírla. 


    En cuanto a  Mozart, el genio de Salzburgo, tuve mi primer contacto con él a través de uno de sus muchos divertimentos, algunos de los cuales se popularizaron  en los años setenta. Fue su carácter desenfadado y alegre lo que me atrajo de él, una verdadera delicia para los sentidos. Así que quise saber más de él y descubrí un mundo fascinante de sinfonías, conciertos  y operas. Su biografía la conocí viendo la película “Amadeus”, que me encogió el corazón y mi admiración por él creció. 


    De sus óperas, además de “Las bodas de Fígaro”, me quedo con “La flauta mágica” (Die Zauberflöte), y de ella el aria  Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen (La venganza (o la furia) del infierno hierve en mi corazón), interpretada por la malvada Reina de la Noche. Es sobrecogedora, impresionante, magnífica…, cualquier adjetivo le viene pequeño.  Kenneth Branagh hizo una adaptación  espectacular de esta ópera que fue presentada fuera de concurso en el Festival de Cine de Venecia en el año 2006.  Podéis ver un pasaje de ella en esta dirección: http://www.youtube.com/watch?v=JFdEYq8A-ZQ.  Y su famosa y estremecedora aria aquí: http://www.youtube.com/watch?v=4bl4kI0_YZk


   En la banda de música que presenció mis primeros balbuceos musicales tocando la flauta, el clarinete principal lo tocaba el hijo del maestro. Javier, Javi para los amigos, que hoy es profesor de música, componente de la Banda de Música del CNP. Compone, hace arreglos y vive de la música, y muy bien por cierto. Pero cambió el clarinete por el saxo, el tenor concretamente. No deja de ser curioso, por eso lo menciono, que él tocase entonces el clarinete de manera magistral, y culminase su carrera musical tocando el saxo, los dos instrumentos de mi preferencia. Al cabo de los años tuve oportunidad de verlo, yo ya estaba casado, y le pedí que me enseñara música. Aceptó inmediatamente, y estuve yendo todos los días durante dos meses, adonde él ensayaba, a aprender de nuevo por el método de Hilarión Eslava, es decir, a empezar de nuevo, si bien esta vez como mandan los cánones. Pero un traslado inoportuno acabó con mi intento, más romántico que otra cosa. Estaba claro que mi tiempo de ser músico había pasado. 

Continuará...







sábado, 9 de noviembre de 2013

UNA VOCACIÓN FRUSTRADA (II)






Yo aprendí solfeo “deletreando” las notas, es decir, sin entonar su canto. Una aberración que me impidió disfrutar de los frutos de la primicia, de educar mi oído y mi voz y de conocer la melodía de un tema de sólo un vistazo,  de imaginar canciones y componerlas. Mató mi vocación, pues aprendí a leer música sin saber lo que leía, sin conocer los componentes fundamentales que la caracteriza: la melodía y el ritmo, antes bien, como una forma más de aprender para ganarse la vida, marginando su aspecto fundamental. Solfear así una partitura es como leer una novela sin saber el tema que desarrolla, peor aún, como si te enseñaran a leer deletreando las palabras, jamás podrás percatarte de su belleza, penetrar en los detalles de su temática, por tanto,  sin posibilidad de  disfrutar de ella en plenitud, pues será imposible relacionar el tema con la forma y descubrir su sentido y significado real. Una pena.
   Para mí, pues, la música no era más que un conjunto de reglas de medida y tiempo que permitían “tocar”  una pieza musical que unas veces me gustaba más y otras menos. Nunca supe, por ejemplo, porqué el compás propio de un pasodoble es el de compasillo  el del vals  el tres por cuatro, y el de una marcha militar un compás binario, sólo aprendí muy bien cuántas corcheas, semicorcheas, fusas o semifusas entran en cada tiempo de un compás, qué era una síncopa, un puntillo, un silencio, y un calderón. Pero nadie me habló de estribillos, ni codas, ni por qué se repetían determinados pasajes de una pieza,  qué era el ritmo…
   El resultado de semejante desaguisado musical fue el escaso aprecio e interés que despertó en mí la música, pues no se me enseñó como lo que es, un arte y al mismo tiempo una ciencia, sino como un trabajo más, es más, un trabajo que te permitía  salir del pueblo a tocar a otros en sus fiestas patronales, hecho éste que constituía, por si mismo, el leit motiv de mi vocación.
   ¿Cómo, pues, iba yo a entender  que hubiera gente a la que le gustara una música que se llamaba “clásica”, una música para mí sin pies ni cabeza, sin melodía apreciable y más aburrida que una noche en el Polo? Tuvieron que pasar años para que yo empezara a disfrutar de ciertos temas que, pese a incluirse dentro de lo que entre los iniciados era conocida como “música culta”, concepto absolutamente impenetrable para mí, se empezaron a popularizar. Estoy hablando de “El Lago de los cisnes”, de Tchaikovsky, cuya Obertura 1812, Opus 49 estoy escuchando ahora mismo mientras mi mujer duerme, pieza cuya estructura me recuerda a la obra citada: lento-andante-allegro, al fin y al cabo el tema de la guerra, explícito en la obertura y disfrazado en el ballet –la lucha por conseguir la mujer amada no deja de ser una guerra.
   Otros temas que me atrajeron al ser popularizados fue “La copla del toreador” de la ópera Carmen, de Bizet, que mucho más tarde supe que había sido interpretada, entre otras muchas, por la mismísima Maria Callas,  o “El Coro de esclavos”, del Nabuco  de Verdi, que logró impresionarme de tal manera que lo escuchaba a todas horas.
   Algo parecido me ocurrió cuando oí por primera vez “El romance anónimo”, no recuerdo de mano de qué intérprete, probablemente de Andrés Segovia, guitarrista que por aquellos años, me refiero a los sesenta, estaba en boca de todos como el mejor guitarrista español de guitarra clásica.  Daba conciertos en todo el mundo y era aclamado como un virtuoso de la guitarra clásica, que él mismo creó. Curiosamente he sabido que, en 2003, la revista norteamericana Rolling Stone publicó un número especial dedicado a los 100 mejores guitarristas de todos los tiempos y el nombre de Andrés Segovia no aparece en ella. Llevan razón quienes sostienen que los yanquis son unos incultos.
   El instrumento con el que yo “interpreté” mi primera pieza musical fue la flauta, instrumento que me fue asignado como “el más apropiado para mí”, como colofón a mis estudios de solfeo adulterado: Hilarión Eslava en clave de sol.
  A mí la flauta no me gustaba ni nadie se preocupó por que me gustase. Nadie me dijo una palabra sobre las características del instrumento, nada sobre su origen, su historia, su función, sus particularidades…, nada. Así que, a falta de mayor información, la flauta era para mí un instrumento inútil. Al mantenimiento de tamaña opinión  contribuyo también el hecho de que no le sonaba el Re de la primera octava, sólo cuando la mojaba con agua lo hacía, pero en cuanto el agua se evaporaba, volvía a enmudecer. A mí me causaba una tremenda frustración aquello, pues cuando ensayaba no podía “redondear” mi lección. Además, me causaba una sensación de inseguridad tremenda. Ni el maestro ni nadie pudo subsanar el defecto, así que cuando la pieza musical contenía algún pasaje en el que sólo intervenían los clarinetes y la flauta, yo temblaba ante la idea de que algún pasaje me hiciera bajar hasta el Re. Por todo eso y porque la flauta no se oía en el contexto de la banda su inutilidad era un hecho indiscutible, opinión que compartían todos mis compañeros, aunque lo de “compañeros” lo digo con ciertas reservas. Al respecto vale la pena contar una anécdota sobre el asunto. Estábamos ensayando una pieza, creo que era el pasodoble Dos Castillas,  y el saxofón alto incurrió en tres errores de medida seguidos, por lo que el maestro se vio obligado a interrumpir el ensayo otras tantas para corregirlo. Mosqueado por las recriminaciones del director le dijo con todo descaro que “a él le llamaba la atención porque el saxo podía oírlo, pero nunca le había visto llamar la atención al flauta, porque como no se oye nadie sabe si se equivoca o no”. La indocumentada observación del saxofonista fue seguida de un silencio general por parte de toda la banda, sin duda esperando la respuesta del maestro. Al fin, éste dijo: “¿Cómo que no? Comienza a tocar desde el principio” –me solicitó. Fue un momento mágico para mí que nunca más se repetiría, toda la banda estuvo pendiente de mí. Comencé a tocar y el sonido de la flauta invadió la estancia con su sonido dulce y suave en medio de un silencio que podía cortarse. “¿Se oye o no se oye? –preguntó el profesor al saxo cuando acabé de tocar. “¡Hombre, claro, se oye porque toca él solo!” Y todos soltaron una carcajada que a mí me azoró hasta enrojecer. Hasta el profesor esbozó lo que sin duda quería ser una sonrisa, y sólo dijo: “Cada instrumento tiene su propio quehacer”. Y así se zanjó el asunto, pero para mí quedó claro que la flauta si no era como solista…, en fin.