jueves, 25 de abril de 2013

CUANDO SUBE EL TELÓN





   Lo invitaron a aquella sesión de teatro porque era su obligación hacerlo, no por su interés, sino por el de ellos. Tampoco hubiera podido oponerse aunque le hubieran dado la oportunidad de hacerlo. No se separaron de él para que no se perdiera. Ya en el salón de butacas, viejas, incómodas y desvencijadas, trataron de explicarle de qué iba la obra, pero sus explicaciones eran confusas, no lograban atraer su atención, y se distrajo mirando otras cosas, los decorados,  la luces, los rostros de los demás espectadores…, no los entendía y se entretenía  en contemplar el continente sin prestar  atención al contenido. Insistían e insistían, le advertían, reclamaban su atención, lo presionaban para que se esforzara por entender. Él  trataba de hacerlo, incluso parecía que había entendido, pero o ellos no sabían explicarse o carecían de recursos  para que  desviara su interés, pues encontraba las luminarias del techo más atractivas que su conversación. ¿Por qué no lo dejaban en paz?, pensaba.

   Tras muchas explicaciones no estaban seguros de que las hubiese entendido, y dudaban entre seguir intentándolo o desentenderse de él, entre seguir insistiendo o que aprendiera a entender por sí mismo, que se equivocara, tropezará y cayera. Nosotros no podemos enseñarle más, que aprenda solo.  Sufrirá, hará el ridículo, se avergonzará, pero al final aprenderá. Será duro, le costará, dará un rodeo inmenso para comprender lo que querían que comprendiera, pero eso le enseñará el coste de prestar atención a la voz equivocada. Pero, ¿y si se pierde? Tuvieron que correr ese riesgo, sólo podían observarlo.  ¿Qué otra cosa podían hacer?

  Él, después de escucharles, creyendo saber, se hallaba en realidad  perdido entre el gentío. Aun así se aventuró de seguro de encontrar respuesta a sus inquietudes. Miraba a un lado y a otro en busca de un rostro amigo, de una mirada comprensiva, de un gesto amable, de una sonrisa acogedora, de alguien con quien compartir su inquietud, su soledad, su ansia de vivir, de saber, de comprender de qué iba aquello.  

  Encontró miradas esquivas, rostros crispados, gestos ceñudos, sonrisas forzadas, palmaditas en la espalda…, y cuando creyó encontrar al amigo con quien compartir su soledad y moderar su angustia, la amistad no pudo con la envidia y de nuevo la soledad. Pero aprendió, aprendió cosas que no hubiera podido aprender de otra forma.

   Pero entonces tuvo que aprender a perdonarse  a sí mismo para no hundirse, pues él también se consideró culpable, para no caer en la sima de la desesperanza,  para poder sobrevivir entre tanta podredumbre, sobreponerse al dolor para poder aprender de él. Aprendió a vivir soñando, imaginando que todos aquellos rostros que lo miraban lo hacían en realidad para darle ánimos, para ayudarle a entender la obra que se preparaba a presenciar, para decirle que podía contar con ellos. Por momentos, incluso, llegó a creerlo y fue feliz haciéndolo. ¡Era tan fácil abandonarse a la dulce sensación de pensar que todos estaban con él, que lo apreciaban y estimaban, que participaban de su zozobra! 

  Pero la inquietud no se iba,  ignoraba aún muchas cosas, tenía la impresión de que estaba olvidando algo, algo importante que no sabía qué era, y  aunque no quería atormentarse por ello intuía que cuando se levantará el telón seguramente no entendería nada, confiaba no obstante en que antes de que eso ocurriera le daría tiempo a comprender las claves del drama que trataron de enseñarle y él no acabó de asimilar. 

  Se esforzó por saber, por entender, por comprender, por penetrar en el significado de su lenguaje. Llegó a sentirse satisfecho y orgulloso de sus progresos, tanto que se olvidó de sus compañeros de asiento, de aquellos que lo llevaron a presenciar la obra y que optaron por desentenderse de él visto su escaso interés por comprenderla. Tan seguro estaba de sus conocimientos que llegó a pensar que no sería necesario que se interpretara la partitura para entenderla. A él le preocupaban otras cosas.

   Con esa seguridad, tan sólo con una remota y levísima inquietud que ni siquiera lo era, se arrellanó en su asiento y se preparó a disfrutar del espectáculo. Cuando se levantó el telón el escenario se iluminó y dio comienzo la obra. Y vio quién era el único actor que apareció en escena, la sonrisa se le congeló en su rostro hasta convertirse en una mueca de espanto. Era su hijo quien apareció en el escenario como protagonista del drama, ¡su hijo!  No entendió nada,  absolutamente nada, nada de lo que le dijeron y enseñaron sus acompañantes tenía que ver con lo que estaba presenciando. Los miró, quiso preguntarles por qué estaba allí su hijo, por qué estaba allí él, porque no entendía lo que decía, pero ya no estaban y los que se quedaban se encogieron de hombros. Llegó  a dudar de que fuera su hijo, pero no había duda, no comprendía cómo estaba allí y por qué, pero era su  hijo, al que  ecordaba en su cuna recién nacido, con su carita inocente y adorable, que interpretaba una farsa ajena a él por completo. No entendía nada, absolutamente nada, pero de pronto lo comprendió todo, ahora, cuando ya no podía subirse al escenario y pedir explicaciones era ridículo. 


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